martes, octubre 22, 2013

Mala concepción, resulté ser


Abriste la boca para mostrarme tus colmillos, como un antecedente, una amenaza de tu feroz pestilencia. De tu tóxica cicuta. Mi arrogancia no permitió que te mirara, creo haber estado muy entretenida e interesada jugueteando con una pelusa de mi ombligo, creo haber estado pensando en un río y un arcoiris a las 3 de la tarde. Quizás sólo estaba pensando en cómo suicidarme, al menos en mi autobiografía. El asunto es que no te tomé en cuenta, es que seguí caminando a pesar de tus golpes, mentiras, difamaciones y engaños. Yo seguía durmiendo plácida cada noche, a pesar que tú te parabas con un tanque fuera de mi puerta hasta el amanecer. Nunca entendí nada, y no quise creerle a los pesimistas, desalentados y ponzoñosos que me perseguían. Que nos perseguían cuando íbamos por el algodón dulce. Muy por el contrario yo seguía corriendo, sonriente y con las orejas al viento, en dirección a una corte de canguros. Ellos parecían agradables: saltaban y tenían a sus crías en sus bolsas, parecía que realmente querían a sus crías. Tal vez sólo era apariencia. 
Pero al correr no me di cuenta que me habían rasgado. Las espinas de tu resentimiento, y todas esas lanzas de los ejecutivos de una gran empresa de sopor y espanto terminaron por rasgarme cada uno de los rincones de la piel. 
Primero sentí la rajadura en los pies y pude ver cómo se abría la carne y desprendía uno a uno los tendones. Luego vino el ardor en las entrañas y una lenta desintegración de mi vulva y mi útero. Desangré mis pulmones, el hígado y el corazón. Al llegar a mi garganta las cortaduras habían convertido mi voz en una hilacha insignificante, aunque gorda. Cuando toqué mi cara sólo bastó tirar un trozo de cuero y todo se desmoronó. La única excepción la constituyeron mis ojos y los dientes, formando una sonrisa. Al caer mi cabello el cráneo se desintegró, descubriendo un cerebro pequeño, atemorizado y sangrante. Flotaba en un océano de sangre y coágulos. 
Yo tenía miedo.
Cuando acabé de correr, llegué a  un páramo plagado de calotas y una piscina de ácido hacia el oeste. Volví a sentir el placer que sentía cuando jugabas con mis manos y le cantabas a mis dedos. Al más chico le pusiste Aníbal, ¿te acuerdas?. Entonces comencé a caminar, quizás en círculo, quizás en transectas de líneas paralelas. Arribé en una pampa yerma ya, y de sol calcinante. Ahí entendí que siempre he estado equivocada. Desde mi concepción, desde aquel óvulo que fue fecundado. Siempre he sido un ser errante, y todos tenían la razón al refregarlo en mi cara y tratar de abatirme. Debí haberme hecho más daño en vida.  Por fin intenté morir en los brazos de esa pampa y terminé clavando millones de agujas en mí, las que se encargaron de delinear mis venas y darle sentido al cuerpo que me han obligado a portar. Terminé haciéndome adicta a la morfina, al vuelo suave de los cogollos rosáceos,  y a las dulces palabras de un abrazo pendenciero y algún beso de atrofiado asesinato.