domingo, diciembre 04, 2011


"Cuando se deja de creer por no caer es cuando comienzan los problemas, Reinaldo. Cree en algo, en lo que sea, pero cree. Buenas tardes Romualdito."
El papá de Reinaldo siempre lo sermoneaba sobre el actuar de un buen creyente cuando pasaba por la animita de la calle San Borja. Reinaldo pensaba que su papá sólo creía en Romualdito porque estaba de camino a la fuente de soda. A su papá le gustaban mucho las cañitas del Quitapenas.
Reinaldo siempre creyó en nada, ni de chico que creyó en algo. Ni el curita director del colegio logró hacer que Reinaldo creyera en el Tata dios. Era un ateo innato, un incrédulo congénito.
No creyó en el viejo pascuero, en el ratón de los dientes, en el conejo de semana santa, en la cigüeña, en el viejo del saco. No creyó en los gitanos, en las estrellas, en el tarot, en las runas, en el té, en Buda, en Confucio, en el gran arquitecto, en el cola e' flecha, en Jesús, María y José. Reinaldo no creyó en las hadas, en los ángeles o en los demonios. No creyó en su novia, en el amante de su novia, en sus amigos, en sus hermanos. No creyó en su mamá, y ciertamente, jamás creyó en el consejo que le dio su padre. Reinaldo llegó destinado en su vida a no creer. A creer en absolutamente nada.
Tuvo hartos problemas por su incredulidad. No le gustaba a la gente que él no creyera en el amor, en la primavera, en la felicidad, en el horóscopo, en la iglesia, en la memoria, en el partido comunista, en las disculpas y en los saludos de cumpleaños. A nadie le gustaba que Reinaldo no creyera sus mentiras, los desconcertaba el hecho de no poder engañarlo, porque él no tenía predisposición a ser engañado. A la gente no le agradaba Reinaldo, de todas formas, a Reinaldo no le agradaba la gente. Reinaldo tampoco se sentía a gusto consigo. Tampoco podía creer en él.
Cuando se estaba muriendo, su hijo le preguntó que hacían con su cuerpo, estaba bien que él no creyese en nada, pero no podían dejar el cuerpo así como así tirado en el living. Reinaldo pensó por un momento (nunca se había preguntado algo así), luego le contestó que no hicieran nada. Que llevaran al cuerpo al patio y lo dejaran debajo del parrón.
Al morir, su hijo siguió la palabra de su padre, su sorpresa fue gigante al darse cuenta que en medida que avanzaba en dirección al patio para depositar a su padre, el cuerpo de éste iba desapareciendo, esfumando, como la arena de la Playa Grande cuando corre mucho viento.
Era muy lógico; si Reinaldo creía en nada, nada existía. Reinaldo nunca existió.
Aunque en la lógica, Reinaldo tampoco creía.